Lo que los libros han hecho de nosotros: alegato a favor de los libros viejos

De recuerdo a Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Gracilaso. De lectura en voz alta del Quijote. De tenderetes con ejemplares en las calles. De descuentos en las compras. De librerías llenas de clientes. De encuentros con autores… Pero si de algo más importante que todo eso debe ser el Día del Libro es de ejercicio personal de memoria y reconocimiento de lo que los libros han hecho de nosotros.
Tal día como hoy deberíamos intentar recordar todo lo que hemos aprendido y descubierto con ellos; todo cuanto hemos soñado e imaginado entre sus páginas; todas las veces que una historia nos ha hecho llorar, o reír, o acongojarnos; todos los personajes a los que nos ha encantado conocer; todos los versos ajenos que han contado nuestra vida… Y celebrarlo, quizá, como celebramos los cumpleaños y los aniversarios: en compañía, contando batallitas, intercambiando impresiones, compartiendo anécdotas. Porque al libro no debemos rendirle culto como objeto, sino como experiencia.
Conservo unos viejos libros en casa de mi madre. Cuando digo viejos no me refiero a antiguos, que también, digo viejos: amarillentos, roídos, con manchas de humedad, lomos remendados con precinto, hojas descosidas, páginas con tinta desvanecida… Habrá quien no entienda, en estos tiempos modernos en los que en un ebook caben miles de títulos, que unos ejemplares en tal mal estado no hayan ido a parar ya a la chimenea, al contenedor de reciclaje, o a un mercadillo, vendidos al peso. Pero también habrá quien comparta ese sentimiento de apego a unas páginas que son mucho más que papel encartonado.
Descubrí aquellos libros, que ya habían pasado por las manos de mi madre y mis tíos, un verano en casa de mis abuelos. Pasé horas y horas leyéndolos; las vacaciones se me pasaron en un visto y no visto con la compañía de Los Hollister, Los Siete Secretos, Las Gemelas de Santa Clara, los Tres Investigadores y, sobre todo, de Los Cinco.
Los leí tantas veces y con tanta atención, que el recuerdo de las aventuras de Ana, Dick, Julian, Jorge y Timoteo es tan vívido como si yo misma hubiera participado en ellas. Porque en realidad nada me hubiera gustado tanto en aquella época como vivir aquellas aventuras. Y porque, de hecho, las viví. Los detalles en mi memoria son increíblemente nítidos: recuerdo el recorrido de los oscuros y húmedos pasadizos de aquel castillo en la isla de Kirrin como si hubiera pasado por ellos hace unos días; o cómo impregnaba la casa el olor a los pasteles de carne y las bebidas de jengibre que preparaba la tía Fanny, pero que yo jamás he probado.
Quizá los libros que leemos en la infancia forjan nuestra personalidad. Yo, desde luego, desarrollé mi personalidad lectora con Enid Blyton. Me aficioné a leer empatizando con aquellos personajes, resolviendo misterios con ellos, huyendo de los malos, descubriendo tesoros. Luego vendrían otras colecciones, otros títulos, otros autores. Más tarde algunos clásicos (Platero y El principito me traen recuerdos casi tan entrañables). Y a partir de ahí, un largo etcétera.
Deshacerme de esos viejos volúmenes se me antoja una traición, porque a ellos, los primeros tras los cuentos infantiles, les debo lo más importante: haber descubierto el placer de leer. Son casi como la carta manuscrita de un primer amor, que uno siempre se resiste a romper. No importan las páginas descosidas, o las líneas borrosas: son la puerta de retorno a maravillosos momentos de la infancia.
Quien no lee no podrá apreciar nunca el olor a libro nuevo. Ni mucho menos comprenderá cuánto evoca ese olor a libro viejo, aunque te haga estornudar.
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